Caer es inevitable para los seres humanos. Caer, fallar, hundirse. Aunque te hayas tirado voluntariamente, siempre hay un momento, en mitad de la caída, en el que darías cualquier cosa por volver atrás. Es así. Siempre. Pero todos preferimos la locura a la sensatez de la indiferencia. Y el problema no es el dolor que la caída nos produce. El dolor te hace sufrir, pero no te destruye. Todos necesitamos sentirlo alguna vez, para darnos cuenta de que podemos ser más fuertes. El problema es la soledad engendrada por el dolor. Eso es lo que te mata lentamente, lo que te aísla de los demás y del mundo. Y eso despierta la soledad que hay en ti. Es algo así como querer. Querer es un peligro. Es esperar ganarlo todo arriesgándose a perderlo todo, y algunas veces es también correr el riesgo de ser menos querido de lo que uno desea. Y por ello, mucha gente no esta dispuesta a correr el riesgo. Por eso de que en estos tiempos, si dos personas se quieren, parece no haber final feliz.
Y comprendió que hay personas que brillan sin ser estrella, y que hay silencios que separan, sin ser kilómetros. Que la vida es un poquito así, sin sentido, pero que nos desesperamos por darle uno. Un sentido, con nombre y apellidos, a ser posible. Un sentido que nos abrace por las noches y que no se vaya al vernos las cicatrices: que las comparta con nosotros. Comprendió que enamorarse era una necesidad tan importante como respirar, y que, al igual que moría si no respiraba, también lo hacia, aunque de distinta forma, si no amaba. Pensaba eso del amor. Y también pensaba que las personas se habían acostumbrado a maquillarse los sentimientos, porque tenían miedo de que alguien llegase y les hiciese daño. Y es que no hay nada peor que alguien te rompa lo más bonito que tienes, es decir, las razones de sonreír, los sueños, las esperanzas. Que te quite las ganas. Así que nos vestimos con un poquito de orgullo, y lo miramos todo desde la distancia, tanteando el precipicio antes de saltar,...
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