Para empezar debería reconocer que soy una cobarde. Una cobarde con todo lo relacionado al amor, con todo lo real, lo palpable. Soy un jodido desastre hecho cuerpo, lleno de culpa e inseguridad. Sigo siendo esa niña con un miedo atroz a quedarse sola. Ya lo de vivir de ilusiones no me vale, porque me doy de bruces contra la realidad y me hundo. Y pensar que era yo la que condenaba a otros por huir cuando les pedían que se quedasen. Ahora comprendo perfectamente estas ganas de volver a ponerte la mascara y correr hacia un lugar seguro, donde no te puedan herir.
Y comprendió que hay personas que brillan sin ser estrella, y que hay silencios que separan, sin ser kilómetros. Que la vida es un poquito así, sin sentido, pero que nos desesperamos por darle uno. Un sentido, con nombre y apellidos, a ser posible. Un sentido que nos abrace por las noches y que no se vaya al vernos las cicatrices: que las comparta con nosotros. Comprendió que enamorarse era una necesidad tan importante como respirar, y que, al igual que moría si no respiraba, también lo hacia, aunque de distinta forma, si no amaba. Pensaba eso del amor. Y también pensaba que las personas se habían acostumbrado a maquillarse los sentimientos, porque tenían miedo de que alguien llegase y les hiciese daño. Y es que no hay nada peor que alguien te rompa lo más bonito que tienes, es decir, las razones de sonreír, los sueños, las esperanzas. Que te quite las ganas. Así que nos vestimos con un poquito de orgullo, y lo miramos todo desde la distancia, tanteando el precipicio antes de saltar,...
Me pareces increíble.
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