Y es
que cuando somos pequeños creemos que somos los mejores, que somos perfectos,
que algún día llegaremos a ser unas princesas preciosas o unos caballeros
valientes como los de los cuentos, futbolistas famosos o astronautas, o quien
sabe que. Creemos que somos únicos, que somos guapos, que todos nos van a
querer siempre. Sentimos que somos el centro del mundo y que nada puede seguir
sin nosotros. Necesitamos atención y no tenemos dudas acerca de nada, al fin y
al cabo somos niños, nada de lo que hagamos puede estar mal, no tenemos nada de
lo que preocuparnos. No sabemos lo que es el amor, pensamos de la manera más
ingenua posible que es algo bonito y de cuento de hadas. Y en realidad, no
tenemos ni idea, no sabemos lo alejados que estamos. Pensamos que encontraremos
a la primera a alguien que nos llene, a alguien que nos quiera y que sea capaz
de matar monstruos por nosotros. Que nos elegirá a nosotros, sin tener en
cuenta a nadie más. De todas formas, eso nos creemos, los mejores, somos una
belleza, especiales, adorables, irresistibles. Y esto es así. Hasta que llega
un día, en el que nos damos cuenta de la puta verdad, de un modo u otro. Nos
damos cuenta de que no somos los más importantes del mundo, de que siempre habrá
gente más inteligente, más guapa, mejor persona; en definitiva, mejor que tú. Y
es entonces, cuando comienzas a madurar y a entender algo de la vida. Es
entonces cuando comienzan las inseguridades, las preocupaciones, las
comparaciones, la falta de autoestima y el miedo. El miedo a ser rechazado, a
que prefieran a otras personas antes que a nosotros, a que no le gustemos a la
gente o a que nadie nos quiera, incluso el miedo a estar solos. Ese jodido día,
en el que la cruda realidad aparece de frente, golpeándote de una ostia. Ese
día en el que dejas de ser ingenuo, dejas de ser libre y empiezas a hacerte
mayor. Ese maldito día que nos llega a todos, en el que afrontamos que no somos
los mejores. Es uno de los mayores disgustos de la infancia, si. Pero tiene que
llegar, y al final nos damos cuenta de que sin ese día, ahora seriamos mucho
peores de lo que somos.
Y comprendió que hay personas que brillan sin ser estrella, y que hay silencios que separan, sin ser kilómetros. Que la vida es un poquito así, sin sentido, pero que nos desesperamos por darle uno. Un sentido, con nombre y apellidos, a ser posible. Un sentido que nos abrace por las noches y que no se vaya al vernos las cicatrices: que las comparta con nosotros. Comprendió que enamorarse era una necesidad tan importante como respirar, y que, al igual que moría si no respiraba, también lo hacia, aunque de distinta forma, si no amaba. Pensaba eso del amor. Y también pensaba que las personas se habían acostumbrado a maquillarse los sentimientos, porque tenían miedo de que alguien llegase y les hiciese daño. Y es que no hay nada peor que alguien te rompa lo más bonito que tienes, es decir, las razones de sonreír, los sueños, las esperanzas. Que te quite las ganas. Así que nos vestimos con un poquito de orgullo, y lo miramos todo desde la distancia, tanteando el precipicio antes de saltar,...
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