No
eres la talla de tu sujetador, ni la anchura de tu cintura. No eres el color de
tu pelo, el color de tu piel o el color de tu lápiz de ojos. No te defines por
la cantidad de atención que obtienes de los hombres. Eres las cosas con las que
sonríes, las palabras que dices y lo que te imaginas antes de dormir. Eres los
sentimientos y los pensamientos que tienes. Eres todos los momentos que has
vivido con todas las personas que has conocido. Eres preciosa, no por la forma
de tu cuerpo o por la belleza de tu rostro, sino por la calidad de persona que
eres.
Y comprendió que hay personas que brillan sin ser estrella, y que hay silencios que separan, sin ser kilómetros. Que la vida es un poquito así, sin sentido, pero que nos desesperamos por darle uno. Un sentido, con nombre y apellidos, a ser posible. Un sentido que nos abrace por las noches y que no se vaya al vernos las cicatrices: que las comparta con nosotros. Comprendió que enamorarse era una necesidad tan importante como respirar, y que, al igual que moría si no respiraba, también lo hacia, aunque de distinta forma, si no amaba. Pensaba eso del amor. Y también pensaba que las personas se habían acostumbrado a maquillarse los sentimientos, porque tenían miedo de que alguien llegase y les hiciese daño. Y es que no hay nada peor que alguien te rompa lo más bonito que tienes, es decir, las razones de sonreír, los sueños, las esperanzas. Que te quite las ganas. Así que nos vestimos con un poquito de orgullo, y lo miramos todo desde la distancia, tanteando el precipicio antes de saltar,...
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