Nunca había sido demasiado sociable. Pasar mucho tiempo sola en su habitación, escribiendo o pensando, no la incomodaba. Cuando era pequeña,
en el colegio apenas hablaba con sus compañeros. Tenía miedo de destacar por
cualquier cosa, de ser diferente, de llamar la atención. No quería ser el
centro de todas las miradas, no quería cometer errores. A decir verdad, nadie
le hablaba a menos que fuera necesario. Ella era ese elemento discordante e
incomprensible que debía ser ignorado. No le parecía justo. Si hubiera hecho
algo malo, quizás se merecería que la excluyeran y la juzgaran. Pero no era así.
La gente que la rodeaba no intentaba comprenderla. Solo sentían aversión hacia
ella. Todos la consideraban un estorbo y opinaban que sobraba. No entendían que
cada persona es como es, que la gente tímida también tiene derecho a existir.
Y comprendió que hay personas que brillan sin ser estrella, y que hay silencios que separan, sin ser kilómetros. Que la vida es un poquito así, sin sentido, pero que nos desesperamos por darle uno. Un sentido, con nombre y apellidos, a ser posible. Un sentido que nos abrace por las noches y que no se vaya al vernos las cicatrices: que las comparta con nosotros. Comprendió que enamorarse era una necesidad tan importante como respirar, y que, al igual que moría si no respiraba, también lo hacia, aunque de distinta forma, si no amaba. Pensaba eso del amor. Y también pensaba que las personas se habían acostumbrado a maquillarse los sentimientos, porque tenían miedo de que alguien llegase y les hiciese daño. Y es que no hay nada peor que alguien te rompa lo más bonito que tienes, es decir, las razones de sonreír, los sueños, las esperanzas. Que te quite las ganas. Así que nos vestimos con un poquito de orgullo, y lo miramos todo desde la distancia, tanteando el precipicio antes de saltar,...
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