Te he escrito cientos de veces, he hablado de ti a todo el
mundo con la boca vacía de dudas, he jurado y perjurado que si tú me lo
pidieras dejaría de tener miedo. Me he hartado de justificar tus errores, he
llenado silencios gritando tu nombre y he besado otros labios deseando que
fuesen los tuyos. He llorado tu ausencia y tu desprecio en las noches de
verano, cuando no podía parar de escuchar todas esas canciones que no hacen más
que hablarme de ti. He bebido para recordarte sin que duela, para poder simplemente
pensarte y dejar los bajones para la cama. No he parado ni un segundo de
pensarte desde el día en el que dejaste de hablarme, porque fue entonces cuando
empece a quererte. A ti, porque me matas cada vez que creo que hay esperanzas. Te he perdido y te he recuperado tantas veces que ya es rutina. He dejado que salvaras mis noches y te he buscado en todos los ojos de las calles. Y lo peor es que sigo esperando que vuelvas.
Y comprendió que hay personas que brillan sin ser estrella, y que hay silencios que separan, sin ser kilómetros. Que la vida es un poquito así, sin sentido, pero que nos desesperamos por darle uno. Un sentido, con nombre y apellidos, a ser posible. Un sentido que nos abrace por las noches y que no se vaya al vernos las cicatrices: que las comparta con nosotros. Comprendió que enamorarse era una necesidad tan importante como respirar, y que, al igual que moría si no respiraba, también lo hacia, aunque de distinta forma, si no amaba. Pensaba eso del amor. Y también pensaba que las personas se habían acostumbrado a maquillarse los sentimientos, porque tenían miedo de que alguien llegase y les hiciese daño. Y es que no hay nada peor que alguien te rompa lo más bonito que tienes, es decir, las razones de sonreír, los sueños, las esperanzas. Que te quite las ganas. Así que nos vestimos con un poquito de orgullo, y lo miramos todo desde la distancia, tanteando el precipicio antes de saltar,...
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