Hay personas que entran en tu vida y lo cambian todo. Personas por las que vale la pena parar, esperar y valorar; valorar lo que realmente importa: los detalles, las pequeñas cosas, cosas como el agua del mar, las nubes, una mirada de esas que lo dicen todo, unos ojos como los tuyos, el modo en el que sonríes, los huracanes del estomago, esos detalles que hacen que todo tenga sentido. Son esas pequeñas cosas las que provocan que salga corriendo, sin importar hacia donde, siempre y cuando el destino seas tu.
Y comprendió que hay personas que brillan sin ser estrella, y que hay silencios que separan, sin ser kilómetros. Que la vida es un poquito así, sin sentido, pero que nos desesperamos por darle uno. Un sentido, con nombre y apellidos, a ser posible. Un sentido que nos abrace por las noches y que no se vaya al vernos las cicatrices: que las comparta con nosotros. Comprendió que enamorarse era una necesidad tan importante como respirar, y que, al igual que moría si no respiraba, también lo hacia, aunque de distinta forma, si no amaba. Pensaba eso del amor. Y también pensaba que las personas se habían acostumbrado a maquillarse los sentimientos, porque tenían miedo de que alguien llegase y les hiciese daño. Y es que no hay nada peor que alguien te rompa lo más bonito que tienes, es decir, las razones de sonreír, los sueños, las esperanzas. Que te quite las ganas. Así que nos vestimos con un poquito de orgullo, y lo miramos todo desde la distancia, tanteando el precipicio antes de saltar,...
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