Sigo siendo esa niña que lloraba con las despedidas. A día de hoy sigo convencida de que tendré mi propio cuento de hadas, que alguien estará dispuesto a darlo todo por mi. Se ve que no he aprendido lo suficiente de las hostias que me ha dado la vida, porque aun mantengo ese pequeño grado de esperanza. Tal vez en el mundo haya alguien para mi, ¿no? Una persona capaz de pensar en mi de esa forma, que por primera vez me enseñe a respetarme lo más mínimo y que, también por una vez, no me haga daño.
Y comprendió que hay personas que brillan sin ser estrella, y que hay silencios que separan, sin ser kilómetros. Que la vida es un poquito así, sin sentido, pero que nos desesperamos por darle uno. Un sentido, con nombre y apellidos, a ser posible. Un sentido que nos abrace por las noches y que no se vaya al vernos las cicatrices: que las comparta con nosotros. Comprendió que enamorarse era una necesidad tan importante como respirar, y que, al igual que moría si no respiraba, también lo hacia, aunque de distinta forma, si no amaba. Pensaba eso del amor. Y también pensaba que las personas se habían acostumbrado a maquillarse los sentimientos, porque tenían miedo de que alguien llegase y les hiciese daño. Y es que no hay nada peor que alguien te rompa lo más bonito que tienes, es decir, las razones de sonreír, los sueños, las esperanzas. Que te quite las ganas. Así que nos vestimos con un poquito de orgullo, y lo miramos todo desde la distancia, tanteando el precipicio antes de saltar,...
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