Los días van pasando, ya no hay esas ganas de vivir, ya no hay nada que haga sonreír. Lejos se fueron las ilusiones, buscando personas que todavía creyeran en ellas. Se quedo en un rincón la felicidad, sin ganas de correr ni de brillar. Y, ella lo sabía. Sabía que no era nadie, que no era especial. No era como esas chicas de revista, ni mucho menos. Más bien todo lo contrario. Podía hacer un máster en complejos, eso estaba claro.
Y comprendió que hay personas que brillan sin ser estrella, y que hay silencios que separan, sin ser kilómetros. Que la vida es un poquito así, sin sentido, pero que nos desesperamos por darle uno. Un sentido, con nombre y apellidos, a ser posible. Un sentido que nos abrace por las noches y que no se vaya al vernos las cicatrices: que las comparta con nosotros. Comprendió que enamorarse era una necesidad tan importante como respirar, y que, al igual que moría si no respiraba, también lo hacia, aunque de distinta forma, si no amaba. Pensaba eso del amor. Y también pensaba que las personas se habían acostumbrado a maquillarse los sentimientos, porque tenían miedo de que alguien llegase y les hiciese daño. Y es que no hay nada peor que alguien te rompa lo más bonito que tienes, es decir, las razones de sonreír, los sueños, las esperanzas. Que te quite las ganas. Así que nos vestimos con un poquito de orgullo, y lo miramos todo desde la distancia, tanteando el precipicio antes de saltar,...

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