Aprendí a vivir. Aprendí a sonreír. A acostumbrarme a los cambios. A verte con ella y soportarlo. A negar lo evidente más de mil veces. Aprendí a decir que no cuando en realidad me moría por decir “si”. A ser yo. Aprendí a dejar que la vida siga su curso, que no entenderé ni la mitad. A bailar bajo la lluvia. A cantar hasta romperme la voz. A quedarme despierta hasta las tantas hablando por teléfono. A conocer a las personas y saber como son. Aprendí a gritar cuando algo me sorprendiera, me alegrara o no. A decir lo que pienso. A quedarme afónica millones de veces. Aprendí que la vida son dos días y uno está lloviendo, que vas a salir a la calle y te vas a mojar. Pero, sobre todo aprendí que tengo que ser feliz, y hacer que los de mí alrededor lo sean también. Y me alegro de haberlo aprendido.
Y comprendió que hay personas que brillan sin ser estrella, y que hay silencios que separan, sin ser kilómetros. Que la vida es un poquito así, sin sentido, pero que nos desesperamos por darle uno. Un sentido, con nombre y apellidos, a ser posible. Un sentido que nos abrace por las noches y que no se vaya al vernos las cicatrices: que las comparta con nosotros. Comprendió que enamorarse era una necesidad tan importante como respirar, y que, al igual que moría si no respiraba, también lo hacia, aunque de distinta forma, si no amaba. Pensaba eso del amor. Y también pensaba que las personas se habían acostumbrado a maquillarse los sentimientos, porque tenían miedo de que alguien llegase y les hiciese daño. Y es que no hay nada peor que alguien te rompa lo más bonito que tienes, es decir, las razones de sonreír, los sueños, las esperanzas. Que te quite las ganas. Así que nos vestimos con un poquito de orgullo, y lo miramos todo desde la distancia, tanteando el precipicio antes de saltar,...
Comentarios
Publicar un comentario